jueves, 3 de julio de 2014

Leyenda de la Mujer sin Corazón.

Cuenta la leyenda que hace algún tiempo, en un pueblecito de España, cuyo nombre se ha decidido olvidar, sucedió un evento terrible, capaz de asustar a más de uno.
Existía un feliz matrimonio, que se amaba como ningún otro, de aquella unión, nació una niña, que conforme crecía, desarrollaba un amor enfermizo hacia su padre y un odio desmedido por su propia madre. Constantemente le decía a su padre que quería casarse con él, y que deseaba la muerte de su madre para poder ser felices para siempre. La reacción del hombre era de enojo por supuesto, no quería pensar en una situación similar. Pero aquello no tardó mucho en cumplirse.
Durante el funeral, el pobre hombre se hacía pedazos del dolor, mientras la niña trataba a toda costa de esconder una sonrisa diabólica, que a duras penas contenía, pues sus sueños estaban convirtiéndose en realidad, parecía haber hecho un pacto con el señor de las tinieblas, ¿Cómo es posible tanta maldad en una niña tan pequeña?.
Al pasar de los días, el hombre se sumía en una profunda depresión, pero no podía evitar notar que su pequeña mostraba total entereza ante el hecho, animándolo en todo momento. Sin saber que en realidad el buen ánimo de su hija se debía a saber que su madre ya no estaba.
Una tarde la niña salió al parque con sus amigas, y su padre le encargó un corazón de cerdo para la cena. Pero cuando terminó de jugar la carnicería estaba cerrada, así que tubo la macabra idea de profanar la tumba de su madre y arrancarle el corazón… así tampoco dudo en comerlo durante la cena junto a su padre.
Cuando se encontraba en su cama, la niña empezó a escuchar un susurro, una tenue y familiar voz, parecía ir adentrándose en la casa, hasta en punto en que la niña alcanzó a escuchar: -Hija, ¡devuélveme el corazón que me has robado!- junto a esta frase las escaleras crujían, unos pasos se aproximaban a la entrada… la perilla giraba lentamente, hasta que la puerta se abrió, el espectro de la madre entró en la habitación, extendiendo su dedo acusador hasta el corazón de la pequeña, que junto a un último suspiro de horror, dejó de latir… murió de puro pavor.
Desde entonces se ha visto vagar al espíritu de “La Mujer sin Corazón”, algunos dice que atacando niñas para saciar su sed de venganza, otros dicen que simplemente llora por el amor perdido…y así seguirá por toda una eternidad.

Leyenda de la mujer del velo.

Cuenta la historia sobre Luis, quien en sus tiempos ganó la fama de Don Juan, porque no había mujer que se le resistiera. Él era por naturaleza conquistador, embaucador, mentiroso y aprovechado; utilizaba todo su encanto, para enamorar mujeres de buena posición, a las cuales les sacaba algo de dinero después de ganar su confianza.
Con su gran pose e intelecto, levantaba pasiones en cualquier lugar, fue así que Ana, como muchas otras, quedó enamorada con locura de él, pero realizado su cometido, Luis perdió completamente el interés en ella. Abandonada e ignorada por su amado, la mujer no pudo soportar el dolor y se quitó la vida, no sin antes jurar que se llevaría al causante de tal pena, para estar juntos en la eternidad.
El día de muertos, cuando Luis volvía de sus noches de juerga, con unas copas de más, vio la hermosa silueta de una mujer, provocada por el cuerpo más divino del que hubiese podido imaginar, solo que el rostro no pudo verlo, pues llevaba un velo negro en señal de luto.
Luís quería acercarse, pero ella solo se alejaba más y más, hasta desaparecer…
Cada noche, sucedió lo mismo, ella se dejaba ver a la distancia, pero no permitía que la alcanzara. Él pensaba que iba a morir de amor. Y pasó una semana: fecha en la que su difunta amante suicida cumplía un año. Al pasar por el panteón vio nuevamente a la mujer a que le robaba los suspiros, ella pedía a gritos ayuda, y él, no pudo desaprovechar la oportunidad. Al verlo venir ella dijo:
—Gracias al cielo alguien me ha escuchado.
—¿Por qué está usted en el panteón?
—Visito a mi hermana, que hoy cumple un año de muerta. Un mal hombre la enamoró y ella se mató por él, ¿Qué crees que se merece?
—Merece ser enterrado vivo con la mujer a la que hizo sufrir, para que ella lo pueda amar—dijo el hombre buscando complacer a la dama.
—Pues eso ha de pasar—dijo ella muy convencida, tomándolo de la cintura, y dejando caer el velo que cubría su rostro. De inmediato el tal Luis quedó impactado, tenía frente a él a la amante suicida, su cara estaba carcomida por los gusanos que formaban una montaña rusa a través de los orificios del cráneo… ella lo prensó en un abrazo mortal, para después hundirlo en la tierra junto con ella, para que le hiciera compañía toda la eternidad.
Se dice que desde entonces, en la fecha marcada, se escuchan los desgarradores gritos de un hombre, mientras una mujer canta una canción nupcial.
Hola Muy buenos dias, Quiero comentarles que en este blog los dias Jueves y Sabados Actualizare Sobre leyendas de terror conocidas y las que estan por conocer. Solo para que imaginen y se erizen un rato.
Saludos!

La vos detras de las paredes.

La noche se presta a propósito para lo sobrenatural. Una voz, nacida detrás de las paredes de su cuarto, despertará a Eugenio. ¿Es su hermano muerto quien le habla? ¿Con qué fin quiere despertarlo? ¿Atenderá Eugenio a su llamado?… Descúbrelo en este cuento de horror y misterio. 

Eugenio se encontraba durmiendo en su cuarto. Su cabeza reposaba debajo de la almohada como era habitual. La frescura de las sábanas se reflejaba en su apacible rostro. Sus pies colgaban fuera de la cama ayudándole a refrescar su cuerpo ante el suave calor del verano de ese viernes trece de enero. La Luna se había escondido temprano y la oscuridad reinaba en la noche.
A las 2:05 de la mañana, una voz, que parecía salir de las paredes, lo llamó por su nombre:
—¡Eugenio! ¡Eugenio! —Insistió varias veces.
Con los párpados pegados y esa sensación de no poder abrir los ojos como cuando uno quiere despertarse antes de tiempo, Eugenio, intentó —sin éxito— averiguar quién lo llamaba y de dónde provenía aquella voz apenas conocida, profunda, escasamente perceptible.
Tanteó sobre su mesita de luz queriendo encender el velador. Lo único que consiguió fue tirar, al piso, un bollo de papeles, su celular nuevo, un llavero y un vaso de vidrio vacío, que había dejado allí antes de acostarse. Por suerte, la alfombra de la pieza amortiguó el ruido y evito una tragedia.
Viendo que no lograba nada, cejó en su intento. Intrigado, y un poco molesto, optó por responder a quien le hablaba:
—¿Quién anda ahí? ¿Papá, eres tú? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?
La voz no se hizo esperar:
—¡Eugenio! ¡Soy yo! Tu hermano. Pablo.
—¡Pablo! Pero… ¡si tú estás muerto! ¿Estoy soñando todavía? ¿O es alguna clase de broma? ¡Vamos que no estoy para eso a estas horas de la madrugada! ¿Qué hora es?
—Son casi las dos y diez de la mañana —le respondió quien decía ser su hermano—. Y no es una broma, soy yo, Pablo. He venido a prevenirte.
—¡Prevenirme? ¿De qué?
Eugenio, por fin despierto, buscó de nuevo; encontró la llave del velador y lo encendió. Miró hacia todos lados. No había nadie más que él en ese cuarto. Así y todo, la voz seguía hablándole desde detrás de las paredes.
—No tengo tiempo para demasiadas explicaciones —le dijo el supuesto Pablo—. Estás en peligro. Necesito que vayas al cementerio donde estoy enterrado, abras mi tumba y quites de mi féretro el objeto que el cura acomodó entre mis brazos.
Eugenio no terminaba de convencerse; por lo que le respondió:
—¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo? No me imagino cavando una tumba; mucho menos, de noche; menos aún la de mi hermano. ¿Y cuánto crees que me pueda llevar hacerlo? No creo que sea tan fácil…
—No tienes que preocuparte por eso. La tierra está blanda. No te llevará mucho. Toma las herramientas de papá (las que guarda en la cochera): una barreta, un pico y una pala de punta. Con eso debería ser suficiente. Pero, por favor, ¡apúrate!
—…voy a tratar. Aunque todavía no entiendo qué sucede. ¿Cómo puedo confiar que, de verdad, eres tú?
—¿Recuerdas las travesuras que hacíamos de chicos? ¿Esa vez que le rompimos la ventana a Doña Sánchez y dijimos que habían sido otros niños para que no nos retaran? ¿O cuando nos tiramos al lago, en pleno otoño, y casi te ahogas? Por poco no respirabas cuando te saqué. Me asusté mucho. Encendimos una fogata para poder secar nuestras ropas para que los viejos no se dieran cuenta de lo que había pasado. ¿Te acuerdas, Eugenio?
—Es verdad —recordó Eugenio—. Nunca le contamos a nadie. Está bien, haré lo que me dices, aunque no deja de darme un poco de miedo todo esto. ¿Me dirás luego que pasa y sobre qué quieres advertirme?
—¡Claro que sí! Pero primero, ven cuanto antes al cementerio. Si no, podría ser muy tarde…
Convencido de que debía hacer lo que le pedían Eugenio se dirigió a la planta baja de su casa, sacó las herramientas del garaje, las cargó en la camioneta de su padre, abrió el portón tratando de no hacer mucho ruido y se marchó de allí en el vehículo. Llegó lo más rápido que pudo adonde estaba enterrado su hermano.
El sitio le daba un poco de pavor, un sudor frío comenzó a mojarle la frente y la espalda. Las puertas del cementerio estaban abiertas. Entró con la camioneta y la estacionó frente a la tumba que conocía muy bien. Dejo las luces encendidas para poder iluminarse.
Consciente de que el tiempo jugaba en su contra —o eso pensaba—, tomó el pico y la pala, y comenzó a cavar. En efecto, la tierra estaba blanda.
Al cabo de media hora tuvo noción de lo que significaba estar seis pies bajo tierra: “un metro ochenta es mucho”, reflexionó. Recién había avanzado apenas unos treinta centímetros.
Como a eso de las cinco de la mañana se topó con el cajón. Cavó un poco a su alrededor y, cuando vio que asomaban los bordes de la tapa, se detuvo. Buscó la barreta en la camioneta y la usó para abrir el féretro. Los clavos enmohecidos y oxidados crujieron ante el esfuerzo. El ruido que hicieron aquellos mortuorios objetos heló su sangre y erizó hasta el último de sus cabellos: era el quejido de un alma en pena, y no el ceder de la tapa ante la fuerza de la palanca, lo que se escuchaba. Un búho alzó vuelo desde la rama de un árbol cercano y se perdió a lo lejos.
Eugenio temblaba. Podía escuchar el latido de su corazón y cómo se aceleraban sus palpitaciones. “No pasa nada”, se dijo a sí mismo intentando apaciguarse.
Se arrodilló junto al ataúd, abrió la tapa y la apartó a un lado. Allí estaba, su hermano Pablo, tan muerto como la última vez que lo había visto en la funeraria; sólo que más flaco, y cadavérico. Los ojos hundidos en sus  cuencas. Las manos huesudas. El olor a putrefacción, insoportable; aunque a Eugenio no le importaba.
Recordó a lo que había ido allí, y quitó la cruz de plata de entre las manos de Pablo.
Todavía arrodillado, miró fijamente la cruz, y miró nuevamente al cadáver. Era muy distinto de cómo lo recordaba en vida. La barba estaba crecida, al igual que el pelo y las uñas. El color de la piel no era el de una persona viva.
Mientras lo observaba, los ojos de su hermano se abrieron inmensamente, devolviéndole la mirada.
—¡Gracias! —le dijo la voz que, ahora, nacía de detrás de la pared de tierra de aquella fosa recién excavada, y no de la garganta de Pablo.
Antes de terminar de decirlo, el muerto se irguió a medias y abrazó a Eugenio con todas sus fuerzas para no soltarlo; atrayéndolo contra sí, buscando acostarlo contra él. El corazón le palpitaba a Eugenio como nunca; intentó zafarse pero no pudo. Se ahogaba contra el pecho de su hermano. La vida escapaba de su cuerpo sin poder evitarlo. Un pensamiento horrible cruzó por su cabeza: “¡Voy a morir!”, deseaba gritarle a alguien; pero su boca estaba apretada contra la camisa raída. Alcanzó a ver como los gusanos escapaban por un hueco en el cuello de aquellos restos humanos. La idea le pareció espantosa. Las palpitaciones se aceleraron y devino un infarto, ¿o fue porque ya no podía respirar? Como sea. Muerto, él también.
Un temblor, surgido del mismo infierno, sacudió la comarca entera. La tierra recién cavada cayó sobre la tumba hasta sellarla por completo. Ambos, Eugenio y Pablo, tragados hacia las profundidades de lo eterno, de la muerte sin retorno. Despuntó el alba y hubo paz en el cementerio.
Nadie en el pueblo supo, realmente, lo que pasó aquella noche. Algunos de los que vivían allí solían murmurar por lo bajo que no es cierto que no haya que temerles a los muertos; muy por el contrario, son capaces de cualquier cosa con tal de no yacer solos en sus tumbas. Sin compañía, su descanso no puede ser eterno.
Un consejo: Si los muertos te llaman en la noche, ¡no les haga caso!