viernes, 23 de mayo de 2014

Aquella canción...










La noche casi llegaba a su fin, se puede sentir en el aire la calidez de la mañana. Una espesa niebla cubre los alrededores del campo, las espigas de trigo danzan con el aire, el olor a roció es en cierta forma tranquilizante. Una joven camina a paso lento por el angosto sendero que lleva hasta la parte norte del pueblo. Sus cabellos castaños se le pegan al sudor de la frente, apenas si puede mantener sus ojos pardos abiertos debido al sueño que tuvo que interrumpir. Sus pies cubiertos solo por unos guaraches gastados se arrastran en su andar, el viejo vestido de manta se rasga con la hierba que crece a un lado del camino. Va dejando el sonido de su voz a medida que avanza, va cantando una canción que su madre le enseño poco antes de morir debido a una terrible enfermedad. De eso ya hace más de un año, pero esa melodía se quedo grabada en su mente y al caminar por aquel campo, oscuro y a solas. Solo el recuerdo de su madre le da el valor necesario como para no salir corriendo.
                                                  --En la mañana, cuando te miro
                                                  --Miro tus ojos, miro tus labios
                                                 --Me das el valor de seguir mi camino
                                                  --De seguir tus pasos
                                                  --Querido vikingo…
La repite una y otra vez a medida que avanza, está cansada y aun somnolienta, pero si no vuelve para el amanecer con el pan fresco y la leche para el desayuno, terminara en la calle como tantas otras criadas, sabe que tiene suerte de tener trabajo, así que no se queja. Nunca se queja, ni siquiera cuando el patrón visita su cama por las noches y la obliga a cumplir con los deberes que se supone corresponden a su mujer. La primera vez se resistió, pero la amenaza de echarla a la calle y de que si abría la boca todos la tacharían de mentirosa fue más que suficiente para que se tragara su dignidad y dejara que su patrón abusara de ella cuantas veces se le diera la gana. De sobra sabe que no tiene otra opción, su único consuelo es no quedar preñada con la semilla del patrón, eso sería lo peor que podría pasarle.
Ya está cerca, frente a ella puede distinguir muy apenas la sombra de la iglesia, la panadería esta a un lado justo debajo del pasillo de los arcos. Arrecia el paso y de pronto, de la nada, algo golpea su cabeza desde atrás, todo comienza a darle vueltas, los ojos se le cierran con pesadez y las rodillas se le quedan sin fuerzas, intenta gritar a medida que cae, pero no escucha su propia voz, en sus oídos resuena la risa malévola de un hombre. Finalmente su cuerpo choca violentamente contra la tierra, su cabeza rebota. Abre los ojos y logra distinguir los primeros rayos del sol iluminando el cielo, un rostro aparece sobre su cabeza, uno demasiado familiar como para tenerle miedo. Siente el frío de la navaja sobre su garganta, luego el calor del filo al cortar su piel. La luz de sus ojos se apaga lentamente, hasta que se hunde en la total oscuridad.
El reloj sobre la torre de la Iglesia marca las siete en punto. La campana comienza a repicar anunciando el comienzo de un nuevo día. En las haciendas aledañas al pueblo los trabajadores ya tienen un buen rato cumpliendo con sus deberes, en el pueblo, la gente se prepara para abrir sus negocios. Parece ser un día como cualquier otro, pero eso está a punto de cambiar. Pronto la paz de San Benito será estrepitosamente interrumpida.

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