“La Muerte, diácono amigo mío, no nos ha de separar jamás. Pues qué es ella sino el último peldaño en la escalera de la Vida, sobre el que antes o después, nobles y esclavos, putas y vírgenes han de posar su pie. Así que brindemos hoy por ella, bebamos en su honor:
¡Porque un día muy lejano y en su vasto regazo, sobrios o borrachos, nos volvamos a encontrar!”
¡Porque un día muy lejano y en su vasto regazo, sobrios o borrachos, nos volvamos a encontrar!”
Amanecía en blanco y negro, como cada mañana durante los últimos veinticinco largos años de mi triste y homogénea vida: la misma chaqueta de tergal, los mismos pantalones de pinza, la misma corbata… También el cielo se manifestaba a juego ese día,encapotado de una oscura cerrazón. Sin embargo, y pese a las circunstancias que relataré más adelante, aquella mañana de futuros desconciertos me encontraba, en lo que al plano anímico se refiere, especialmente bien. Y es que, con algo de tiempo y paciencia, hasta un trabajo de éstas características puede resultar fácil de asumir con la energía y sentido común necesarios como para estar agradecido cada jornada por tener ocupado un lugar específico, e indispensable, en este miserable mundo.
El día de autos, como solía ser habitual, la oscura comitiva seguía nuestro coche como una larga cola de gusanos de la procesionaria: un bonito Mercedes clase “E”, que pudimos adquirir el año anterior a costa de algún que otro pequeño sacrificio. Aunque, en el fondo, he de asegurarles que aquella fue una de las mejores inversiones que pudimos realizar en el citado ejercicio, los muertos hacían cola para ser llevados en él.
Lentamente, serpenteábamos hacia el Cementerio Provincial. A unos trescientos metros, donde comienza el pasillo de los cedros, ya se podían escuchar las puertas de forja luciendo crecidas su fastuosidad a la entrada, abriéndose galantes ante la triste comparsa pero a su vez chillando molestas estridencias, como cien tenedores arañando con saña cien platos recién fregados.
El planteamiento era sencillo y paradójicamente claro, vivir de la muerte: transportes especiales, pompas fúnebres, seguros de defunción, lápidas, grabados… Todo un negocio familiar que jamás sufrió altibajos. Y entre toda la parafernalia circunstancial –velos negros, lágrimas, lamentos, pésames, crisantemos…-, estaba yo, el chofer, transportando al difunto del tanatorio municipal al cementerio, como siempre.
¿A cuántos viajes, a cuántos entierros había asistido ya…? Cuántos como para que la palabra ‘Muerte’ no despertara en mí otra sensación que la indiferencia. “Era demasiado joven para morir… Y es que no somos nada. Ayer tan contento y sin embargo hoy ya ves…” se rumorea siempre en algún corrillo. Sencilla deducción que no llegamos a entender en toda su magnitud hasta que la fría mano del ‘Ángel Negro’ se posa en el hombro de un ser querido y le arranca el alma. Aunque nadie ha regresado de la muerte para contarnos cómo le fue por el Más Allá; si existe un Paraíso o un Infierno, si somos o no somos... Lo único realmente seguro es que al menos nuestro viaje aquel día terminaba en un nicho, que viene a ser lo habitual. Y es que debemos entender que ya somos demasiados candidatos para abonar tan pequeño trozo de tierra.
Como de costumbre, aparcamos frente al patio donde reposa la antigua fosa común, coronada ahora por una pequeña fuente con tres patos de piedra que no emulan sino la quietud que los rodea. Al lado de estos y como contrasentido, unos bonitos rosales lucen descaradamente sus vivos e intensos colores. Unos metros más adelante y tras una vieja lápida de piedra que descansa ladeada en el suelo, junto a unos crisantemos algo mustios, observándonos muy cauteloso, Rocco se camuflaba entre las flores. Rocco es un gato pardo a manchas blancas que vive en este cementerio desde hace ya unos cuantos años; se alimenta de pequeños ratolines y algún pajarillo despistado. Aunque, por lo lustroso de su pelaje, sólo Dios sabe de qué más… Normalmente se acerca a mí en cuanto bajo del coche, y espera a que le rasque el lomo. Es algo que le encanta, tanto como a mí sentir su ronroneo en la palma de la mano. Pero en aquella ocasión parecía un poco asustado; cuando le miré a través del cristal de la ventanilla se erizó igual que si hubiera visto un perro fantasma mostrando sus dientes, y salió corriendo como alma que llevara el Diablo. Tampoco tal hecho viene a ser demasiado extraño, pues en estos lugares el aire se mueve enrarecido, parece que arrastre susurros…, y tan solo el silencio de un segundo ahoga más que una bola de esparto en la garganta.
Nos acercamos lentamente hacia el nicho. Detrás de nosotros, el resto de concurrentes. El desdichado placía en un trabajado ataúd de nogal, modelo “El último suspiro”, todo un clásico. Abrimos el portón y es retirado con todo el cuidado que se merece una pieza de dicha calidad –aunque, a juzgar por la forzada expresión de los cuatro familiares que lo alzaban a hombros, debía pesar como un ternero. Suerte que no tuvimos que levantarlo nosotros esta vez.
Avanzamos pausadamente. Se puede apreciar un ambiente bastante distendido entre los allí presentes, pese a la solemnidad del acto en sí. Sin embargo, y por algún extraño motivo, esta vez era yo el que no podía dejar de percibir cierta sensación de desasosiego mientras deambulaba por entre toda aquella gente. Como si algo en ellos me revolviera el estómago. Por otro lado parecían tener algo en sus rostros que se me hacía muy familiar. Tras varios minutos de elucubraciones, llegué a concluir que había asistido ya a tantos entierros que, inevitablemente, todas me parecían las mismas caras, las mismas gentes; como si ellas fueran parte de la empresa, o del decorado y la parafernalia. Y de ahí el origen de mi malestar.
El día de autos, como solía ser habitual, la oscura comitiva seguía nuestro coche como una larga cola de gusanos de la procesionaria: un bonito Mercedes clase “E”, que pudimos adquirir el año anterior a costa de algún que otro pequeño sacrificio. Aunque, en el fondo, he de asegurarles que aquella fue una de las mejores inversiones que pudimos realizar en el citado ejercicio, los muertos hacían cola para ser llevados en él.
Lentamente, serpenteábamos hacia el Cementerio Provincial. A unos trescientos metros, donde comienza el pasillo de los cedros, ya se podían escuchar las puertas de forja luciendo crecidas su fastuosidad a la entrada, abriéndose galantes ante la triste comparsa pero a su vez chillando molestas estridencias, como cien tenedores arañando con saña cien platos recién fregados.
El planteamiento era sencillo y paradójicamente claro, vivir de la muerte: transportes especiales, pompas fúnebres, seguros de defunción, lápidas, grabados… Todo un negocio familiar que jamás sufrió altibajos. Y entre toda la parafernalia circunstancial –velos negros, lágrimas, lamentos, pésames, crisantemos…-, estaba yo, el chofer, transportando al difunto del tanatorio municipal al cementerio, como siempre.
¿A cuántos viajes, a cuántos entierros había asistido ya…? Cuántos como para que la palabra ‘Muerte’ no despertara en mí otra sensación que la indiferencia. “Era demasiado joven para morir… Y es que no somos nada. Ayer tan contento y sin embargo hoy ya ves…” se rumorea siempre en algún corrillo. Sencilla deducción que no llegamos a entender en toda su magnitud hasta que la fría mano del ‘Ángel Negro’ se posa en el hombro de un ser querido y le arranca el alma. Aunque nadie ha regresado de la muerte para contarnos cómo le fue por el Más Allá; si existe un Paraíso o un Infierno, si somos o no somos... Lo único realmente seguro es que al menos nuestro viaje aquel día terminaba en un nicho, que viene a ser lo habitual. Y es que debemos entender que ya somos demasiados candidatos para abonar tan pequeño trozo de tierra.
Como de costumbre, aparcamos frente al patio donde reposa la antigua fosa común, coronada ahora por una pequeña fuente con tres patos de piedra que no emulan sino la quietud que los rodea. Al lado de estos y como contrasentido, unos bonitos rosales lucen descaradamente sus vivos e intensos colores. Unos metros más adelante y tras una vieja lápida de piedra que descansa ladeada en el suelo, junto a unos crisantemos algo mustios, observándonos muy cauteloso, Rocco se camuflaba entre las flores. Rocco es un gato pardo a manchas blancas que vive en este cementerio desde hace ya unos cuantos años; se alimenta de pequeños ratolines y algún pajarillo despistado. Aunque, por lo lustroso de su pelaje, sólo Dios sabe de qué más… Normalmente se acerca a mí en cuanto bajo del coche, y espera a que le rasque el lomo. Es algo que le encanta, tanto como a mí sentir su ronroneo en la palma de la mano. Pero en aquella ocasión parecía un poco asustado; cuando le miré a través del cristal de la ventanilla se erizó igual que si hubiera visto un perro fantasma mostrando sus dientes, y salió corriendo como alma que llevara el Diablo. Tampoco tal hecho viene a ser demasiado extraño, pues en estos lugares el aire se mueve enrarecido, parece que arrastre susurros…, y tan solo el silencio de un segundo ahoga más que una bola de esparto en la garganta.
Nos acercamos lentamente hacia el nicho. Detrás de nosotros, el resto de concurrentes. El desdichado placía en un trabajado ataúd de nogal, modelo “El último suspiro”, todo un clásico. Abrimos el portón y es retirado con todo el cuidado que se merece una pieza de dicha calidad –aunque, a juzgar por la forzada expresión de los cuatro familiares que lo alzaban a hombros, debía pesar como un ternero. Suerte que no tuvimos que levantarlo nosotros esta vez.
Avanzamos pausadamente. Se puede apreciar un ambiente bastante distendido entre los allí presentes, pese a la solemnidad del acto en sí. Sin embargo, y por algún extraño motivo, esta vez era yo el que no podía dejar de percibir cierta sensación de desasosiego mientras deambulaba por entre toda aquella gente. Como si algo en ellos me revolviera el estómago. Por otro lado parecían tener algo en sus rostros que se me hacía muy familiar. Tras varios minutos de elucubraciones, llegué a concluir que había asistido ya a tantos entierros que, inevitablemente, todas me parecían las mismas caras, las mismas gentes; como si ellas fueran parte de la empresa, o del decorado y la parafernalia. Y de ahí el origen de mi malestar.
Bueno, y poco a poco habíamos llegado hasta el paredón. El enterrador ya preparaba el yeso; el Párroco, tras leer el panegírico y a petición de los familiares más allegados al difunto, recordaba las últimas palabras de éste, supuestas por decreto. Y es que “después de muertos parece que todos hemos sido personas honestas y amigas de todo el mundo, y que nuestros defectos desaparecen como por arte de magia...”
Tras la breve exposición nos elevamos hasta el nicho, situado en tercera altura, con una moderna plataforma hidráulica importada de Alemania pocos meses atrás. Y fue entonces, en el mismo y preciso instante que el pedestal se detuvo frente al nicho, cuando, garabateado con un lápiz de carbón en la provisional losa de escayola que yacía recostada en el interior del hueco, pude leer estremecido aquel singular pero a su vez apocalíptico epitafio: “Rodrigo Pérez Montealegre. Que aquellos a los que serviste en la muerte te acojan en su seno” Breve y sencillo, pero no exento de falacia, ¿no creen?
Bien, y en dicha deducción habría quedado todo mi desasosiego inicial. Pero había algo más, algo que incomprensiblemente había querido pasar desapercibido en una primera lectura, aunque no en una segunda, ni en una tercera, cuarta y hasta en una quinta. Y es que, ¡diablos!, Rodrigo Pérez Montealegre... ¡era mi nombre!
Bien, y en dicha deducción habría quedado todo mi desasosiego inicial. Pero había algo más, algo que incomprensiblemente había querido pasar desapercibido en una primera lectura, aunque no en una segunda, ni en una tercera, cuarta y hasta en una quinta. Y es que, ¡diablos!, Rodrigo Pérez Montealegre... ¡era mi nombre!
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