Este cuento lo he escrito hace poco, está sin corregir aún, espero que disculpen las redundancias y los errores que puedan encontrar.
Desde el primer momento desde el comienzo de sus vacaciones, había sentido algo extraño en su nueva casa. Aún no había bajado todas sus cosas de la furgoneta cuando le pareció sentir algo que le rozaba al entrar. Como era de esperar nunca prestó atención a aquello, jamás habría tenido miedo en su propia casa de algo imaginario.
Era todo un hombre, había viajado y visto mundo, trabajado para una empresa en busca de terrenos que pudiese comprar y aprovechar de la mejor manera posible. Ahora tenía por delante un mes completo descansando en su nueva casa, amplia y de piedra, como las que construían antes, con dos plantas y una instalación eléctrica que dejaba mucho que desear, sin embargo era su casa y ahora estaba en ella.
Apenas había vecinos, era uno de esos pueblos perdidos en los que todos conocían a todos y la gente se saludaba por la calle cada vez que se cruzaba, le gustaba todo eso, siempre le había atraído.
Dedicaba los días a cuidar de un pequeño corral en el que había varias plantas sembradas, algunas que él no había visto nunca pero eran realmente hermosas. Flores que alguien había sembrado allí, parecidas a la dalia pero con un colorido magistral en sus tallos, algo que nunca vio antes.
La casa de sus sueños era realmente perfecta a pesar de las constantes peleas con el calentador del agua, además la instalación eléctrica impedía tener conectado el ordenador y al mismo tiempo el frigorífico, pues saltaban los plomos. Aún así pasaba demasiado tiempo fuera, y sólo estaría allí durante más de una semana aquél mes. Quería descansar de tanto viaje, harto de largas colas en los aeropuertos, despertar al aterrizar y comida precalentada. Se sentía como si realmente no tuviese una vida propia, siempre de uno a otro lado.
Todo parecía perfecto, sin embargo desde que llegó a la casa, empezó a sentir que el sueño no le llegaba. Las noches las pasaba tumbado, leyendo alguna de esas muchas novelas que siempre había querido leer, achacando su insomnio a estar acostumbrado al ajetreo.
Durante la noche del quinto día, dejó el libro a un lado, sobre la mesilla de noche. Afuera hacía viento y estaba despejado, podía verlo por la ventana. Tenía la habitación en la planta de arriba, sin embargo el baño estaba debajo. Sin pereza alguna encendió la luz del pasillo y se dispuso a bajar las escaleras.
Un escalofrío le recorrió la espalda y se detuvo, sorprendido, ante aquella sensación extraña. Alguna ventana debía estar abierta abajo y hacer corriente, cualquier cosa podía ser.
Bajó con la sensación de nerviosismo las escaleras, intentando centrarse, no entendía qué le estaba pasando. Orinó sin dejar de mirar a su espalda y se acercó al lavabo para lavarse las manos. Vio su propio reflejo en el espejo que había ante él, sobre el lavabo, y sintió algo extraño mientras veía sus ojos al otro lado del cristal. Le pareció ver una sonrisa en aquellos labios del reflejo, pero no había sonreído. Cerró el grifo y se apartó del espejo, mirando este como si esperaba ver su reflejo aún, observándole desde el otro lado con vida propia.
Algo en su interior le instaba a no dar la espalda al espejo, pero se giró para salir de allí y sintió de nuevo un escalofrío, se giró sin ver nada.
Escenas como aquella se repitieron durante las noches siguientes, noches de insomnio, nerviosismo, miedo…, algo estaba pasándole, la falta de sueño le jugaba malas pasadas, creía oír su nombre, resonando entre las paredes del piso bajo, oía llantos y ruidos, siempre abajo, hasta que despertaba, o eso creía él, porque nunca lograba dormir.
Tras una semana estaba hecho polvo, su aspecto impecable de relaciones públicas se había perdido en el asomo de descuidada barba y ojos surcados por profundas ojeras. No encontraba placer ya en la lectura y las bonitas plantas del corral estaban marchitas, además empezaba a perder la cabeza. No recordaba haber dejado la nevera abierta, creía haber hecho la cama y se dejaba la puerta que daba al corral, abierta, el viento la hacía dar portazos de noche y tenía que bajar a cerrar por la noche.
Nervioso, dio la vuelta al espejo y lo miró fijo, por detrás estaba sucio, manchas por la humedad. Suspiró con cierto alivio y orinó en paz, luego se acercó al lavabo y se quiso lavar las manos, pero se quedó helado. Su reflejo le volvía a sonreír desde el espejo.
Un paso atrás y negó lentamente, su reflejo también lo hizo.
-¡¿Quién anda ahí?!
Sabía que no se oiría respuesta alguna, no había nadie en la casa aunque deseaba que todo fuese una broma de mal gusto. Tal vez no había dado la vuelta al espejo, tal vez…
Quedó quieto una vez más, el reflejo tenía una mirada tranquila, y la sonrisa en sus labios, no contrastaba para nada con su aterrado rostro.
O se estaba volviendo loco o algo muy extraño pasaba en aquella casa.
Los sonidos que oía por la noche se hicieron más insistentes, colocó un cubo junto a su cama para no tener que bajar en medio de la noche, intentó ignorar los portazos y el frío. Hasta que una noche, medio dormido, oyó un crujido. La puerta de su habitación se había abierto lentamente.
Su respiración se aceleraba, cada segundo que pasaba con la cabeza hundida en la almohada era un infierno, escuchando aquellos sonidos tras él. Todo aquello no tenía sentido, no podía haber nada allí.
Se giró lentamente y su corazón a punto estuvo de pararse. La puerta estaba abierta, pero no del todo, y por la rendija que quedaba podía ver que unos ojos parecidos a los suyos le devolvían la mirada.
Fingió estar dormido mientras los latidos de su corazón le atemorizaban y le torturaban los escalofríos en su espalda.
El amanecer llegó y temblaba aún, pero se giró. La puerta seguía igual, no había ojos allí. El sol entraba por la ventana para iluminar algo en el suelo. El espejo del baño, un espejo redondo que comprase en una tienda por poco precio, estaba ante él, tirado.
Lo sacó al corral con el reflejo hacia abajo, temiendo ver algo que no quería. Abrió un hoyo entre las dalias marchitas y lo metió. Sujetó la pala y le propinó un fuerte golpe. El cristal saltó, pero él ya estaba cubriendo con tierra los restos.
Pudo dormir por fin aquella noche, sin embargo volvió a despertarse para ir al baño. Durante las cinco horas de sueño pasadas se sentía como nuevo, alegre por fin cuando abrió la puerta de la habitación para ir al baño.
El alma le cayó a los pies cuando descubrió el espejo en medio del aire a la altura de sus ojos con el burlón reflejo riéndose de él. Unos instantes pasó inmóvil hasta que entró y cerró de un portazo. Su corazón botaba y el miedo se adueñó de él. Corrió a la cama y se tumbó, entonces descubrió que su vejiga se había vaciado en su pijama, mojándole entero.
Cuando se hizo de día, armado de valor, abrió la puerta para encontrar el espejo en el suelo, como si fuese el regalo de un macabro gato, aunque él prefería encontrar ratones muertos.
Durante otros dos días de insomnio encontró el espejo, y la puerta entreabierta. Puso un candado pero la puerta seguía abriéndose como si nada.
Aquella tarde, metiendo sus pertenencias de nuevo en la furgoneta de mudanza, cerró la puerta del baño decidido a abandonar el espejo allí. La última caja la guardó y sonrió por primera vez en mucho tiempo, iba a cerrar la puerta cuando vio un destello sobre las cajas del fondo, como si de una burla macabra se tratase, una voz resonó junto a su oído con tono burlón, una voz que le heló la sangre.
-Tranquilo, el espejo lo llevo yo.
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