Todavía me estremezco al recordar la leyenda que me contaron en un
pueblo del norte de Inglaterra sobre una oscura mansión. La llaman: La
Mansión de los lamentos. Si no temes escuchar relatos escalofriantes ni
os asusta la oscuridad, zambullíos conmigo en esta historia que me llevó
a coquetear con la mismísima muerte.
9 de Septiembre de 1888. Una espesa niebla cubría el bosque. A lomos
de un caballo, de vuelta al pueblo, Edgard relataba a su amigo Alan el
misterio que encerraba dicha mansión.
- ¿Sabes, Alan? Existe un lugar más allá del lago, donde toda alma
que haya arrastrado una espiral de muerte encuentra su casa espiritual.
Es un lugar sin fronteras, ni esperanza, donde las filas de cientos de
almas amargadas vagan por una región infinita hacia un horizonte muerto,
arrastrándose a través de los retumbantes pasillos fúnebres y mórbidos.
Ese es el lugar conocido como La Mansión de los Lamentos.
Cuentan que hace ciento diez años la mansión la habitaba la familia
Morton. Esta familia se dedicaba a auxiliar a toda persona necesitada de
un cobijo que llamara a la puerta. Los insensatos viajeros desconocían
por completo la clase de dementes perturbados que encontrarían por
anfitriones en dicho lugar. Con las puntuales campanadas de la media
noche, la familia enloquecía y realizaban toda clase ritos satánicos,
despellejando y seccionando las manos y pies de sus inquilinos. Más
tarde, con el culto al diablo zanjado, los trasladaban al patio y los
crucificaban boca abajo, dejando los cuerpos desgarrados a merced de los
cuervos. Mientras esto sucedía, el único miembro cuerdo de la familia
corría a esconderse al ático y comenzaba a llorar mientras escuchaba
aterrado los incesantes quejidos de las pobres personas. Hasta que un
día decidió no seguir sufriendo más. Empuñó una espada y se la clavó.
Antes de morir escribió algo en su diario, en una hoja aparte:
“Esta es la Mansión de los Lamentos. Aquí, la verdadera oscuridad en
el corazón de las cosas se hace realidad. Lo que vemos en el dominio de
la muerte está tan vacío como la mirada de un muerto, tan frío como la
luz de una estrella agonizante. Es un lugar entre la realidad y el
infierno. Una mansión que esconde oscuros y sangrientos secretos.”
Dicen que el que se adentra no escapa ni siquiera al morir. A veces
se escuchan gritos sordos, de los muertos que deben estar revolviéndose
en su tumba.
- ¿Cómo sabes eso? ¿Quién te lo ha contado? No lo había escuchado en mi vida.
- Yo se muchas cosas.
- ¿Intentas asustarme?
- Yo sólo te lo cuento, mi buen amigo Alan.
- Eres muy raro. Vamos, se está haciendo tarde.
No tenían más que dieciocho años. Edgard era nuevo en el pueblo y
siempre fanfarroneaba de pertenecer a una ilustre familia, aunque nadie
del pueblo ni de los alrededores lo había visto antes. Era la típica
persona que es la primera en probar algo que muchos no se atreverían.
Alan, en cambio, era inocente y tímido y le faltaba confianza en sí
mismo. Además, al contrario que Edgard, Alan es huérfano y casi toda su
vida la había vivido solo.
Más tarde, Alan llegaba a casa solo y lleno de pavor. La historia que
le había contado su amigo no se la podía quitar de la cabeza. El
rechinar de la puerta lo ponía aún más nervioso. Toda la casa tenía un
aspecto fantasmagórico, ahora más que nunca, con la tenue luz de una
vela, interrumpiendo una oscuridad misteriosa.
Se encaminó velozmente hacia su habitación y se metió en la cama
mientras lanzaba un largo suspiro. El viento sonaba como un triste
lamento mientras comenzaba a llover. Empezaba a relajarse cuando escuchó
un ruido que le puso los pelos como escarpias. Era un jadeo. Un jadeo
profundo y siniestro. No se movió, no podía. Se quedó mirando al techo,
escuchando aquél jadeo ronco… en su habitación.
- Cálmate, Alan. Seguramente es tu imaginación que vuelve a jugarte una mala pasada.
El jadeo se hizo más fuerte y angustioso. Se tapó los oídos y cerró los ojos con fuerza.
- No es nada, no es nada – se repetía. No voy a creer eso de la estúpida Mansión de los Lamentos. Ni siquiera existirá.
El ruido cesó. Bajó las manos. En ese momento el jadeo volvió a
empezar incluso más violento. Era una respiración entrecortada y húmeda,
como la de un caballo o un animal enfermo.
Se sentó en la cama y respiró hondo antes de levantarse. Entonces, de
repente, aparecieron unas manos que le agarraron. Era dos manos fuertes y
frías que empezaron a estrangularle lentamente. Gritó tan alto que se
sorprendió a sí mismo. Su atacante también debió de sobresaltarse porque
le soltó el cuello rápidamente. Se puso la mano en la garganta y tosió
para recuperar el aliento.
- Alan, ¡no grites! – susurró una voz -.
- ¡Edgar! Me has pegado un susto de muerte.
Edgar salió de debajo de la cama y se limpió el polvo del traje.
- Menuda hazaña – murmuró sonriente.
- Cállate – le cortó Alan, mientras se frotaba la parte dolorida del cuello.
- ¿Te atreverías a entrar en la Mansión de los Lamentos? Hoy es un día clave, el día en que el joven se suicidó.
Alan se quedó perplejo.
- ¿Todavía sigues con esa historia? Además, ¿cómo piensas ir ahora? Es casi media noche.
- Sólo así podremos descubrir el secreto de los Morton. Por favor, acompáñame.
- ¿Tan importante es?
- En realidad… no sé exactamente si existe tal mansión. Venga, se que tienes tantas ganas como yo.
- En verdad de lo que tengo ganas es que te convenzas que todo es pura
leyenda y también de que me dejes dormir. Anda, cogeré mis cosas.
Deprisa montaron en los caballos y se encaminaron hacia lo desconocido.
Cuanto más se acercaban, más indecisos trotaban los caballos. Parece
increíble, pero es cierto que los animales tienen un sexto sentido, y
éstos, parecían saber perfectamente a dónde se dirigían. Atravesaron el
laberíntico bosque al compás de unos lejanos aullidos de lobos, que
hacían más oscura la noche.
Edgard, iba decidido, sin miedo. Todo lo contrario que Alan, que
aunque no se lo terminaba de creer, el miedo y la incertidumbre no le
cabían en el cuerpo.
Finalmente, detrás de un pequeño lago, acariciado por una espesa
neblina, un gran caserón de aspecto gótico comenzaba a dibujarse sobre
el resto de la niebla.
- Vaya. Hasta ahora no pensaba que existiera.
- ¿No es increíble? – dijo Edgard fascinado.
- Si, increíble – repitió – No es por ser oportuno, pero tengo algo de miedo.
- Alan, no pienso dar la vuelta ahora, que hemos llegado hasta aquí. Venga, entremos.
- Está bien…, pero no se lo que quieres conseguir con esto.
Los dos amigos caminaron al compás hacia la puerta. Alan miraba a
todas partes. Se fijó en un grabado de oro en la puerta donde se podía
leer: “Familia Morton Steiner”. Edgar, sin dudarlo, se dirigió hacia el
pomo del portón. Lo agarró con las dos manos y giró con fuerza, pues
parecía bastante duro. Como por obra del destino el pomo cedió, y las
dos puertas se abrieron de par en par. La luz de la luna llena mostraba
el gran salón principal. Su aspecto delataba que debía ser muy antigua.
Alan comenzó a decir algo, cuando de repente se escuchó un estrépito ensordecedor que le dejó aterrado.
- ¿Qué ha sido eso? – gritó Alan.
Pero cuando se giró, Edgar había desaparecido completamente, como si
la tierra lo hubiera tragado. Se hizo el silencio en la gran sala.
Se escuchó otro estrépito, y seguida de este una serie de golpes. Luego
unos alaridos. Provenían de arriba y de una habitación que se situaba en
un rincón al fondo, donde se podía apreciar la estrella de David y
varios símbolos alrededor. Y la mente de Alan se le llenó de macabras
expresiones de dolor.
Se quito el sombrero y, aunque el tupido cabello le cayó sobre la cara, se le podía ver su expresión de horror.
- ¡Oh, Dios mío! – gritó Alan, tras un nuevo ruido estrepitoso.
Luego se oyeron unos fuertes pasos, alguien que bajaba la escalera que tenía justo en frente.
- ¿Edgar, eres tú? – gritó, encogido por el miedo.
Al oír los fuertes pasos que se acercaban, bajando la escalera, un escalofrío le recorrió la espalda.
- ¡¡Socorro!! – exhaló, con los ojos muy abiertos, desorbitados por el miedo.
Y un vacilante susurro salió de la nada.
- No temas, Alan.
- ¡¿Quién eres?! ¡¡¿Dónde está mi amigo?!! – gritó pavoroso.
Entonces la figura de Edgard bajó por las crujientes escaleras con
una larga espada clavada en su abdomen. Tenía una expresión endemoniada.
- No temas, Alan… Aquí me tienes.
- ¿Por qué haces esto Edgard?
- ¿Te acuerdas de aquél pobre muchacho que vivió amargado toda su
miserable existencia? ¿Aquél que se escondía de su tétrica familia?
¿Aquél que decidió acabar con todo lo que conocía, o más bien no quería
conocer? ¿Qué vivió dieciocho largos años sumido en una triste y
profunda soledad? Pues bien, lo tienes delante de tus ojos. Pero no
quiero vivir solo ni una noche más, dejando que me hunda mi oscuro
pasado. Quiero que tú te unas conmigo en la vida eterna, mi buen amigo, y
no estar solo en mi estrecha sepultura.
- ¿Cómo quieres que haga eso? ¿Despedirme de la vida, así sin más? – exclamó llorando.
- Sabes que fuera no tienes a nadie…Eres mi amigo. No te marches, por
favor. Si te marchas harás que me quede condenado aquí con mi familia.
Te lo ruego.
- Lo siento Edgard. Siento tu pasado, pero yo tengo que vivir un presente. Adiós amigo.
Alan se precipitó hacia la puerta de la mansión y la abrió
bruscamente sin mirar atrás. Cuando salió de la mansión se oyó un fuerte
alarido, de Edgard. Posteriormente, como si fuera un coro diabólico, se
empezaron a escuchar los quejidos y lamentos de aquellas almas que cada
noche se arrastran por la lúgubre Mansión de los Lamentos.
Bienvenido a mi espacio.. Te doy las gracias por brindarme un poco de tu tiempo y pasearte por aqui a curosear. Aqui encontraras muchas historias llenas de suspenso, misterio, y mucho terror e intriga. Pasare cuando el reloj marque la media noche y actualizare. Si te gusta no olvides dar me gusta y si lo deseas. puedes dejar tu comentario. Que yo misma lo respondere. acepto criticas. todo constructivo ya que todo es para mejorar. Desde colombia.. Muchos Cariños y un abrazo. Dani G
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